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Opinión

El único camino es la legalización

«La violencia en Colombia tiene muchos determinantes históricos, económicos, sociales y políticos, que si no se resuelven estructuralmente seguirán siendo obstáculos para gozar de una comunidad que pueda resolver sus diferencias de manera civilizada«
Septiembre del 2020
Mario Alejandro Valencia

Profesor de economía de la Universidad de Los Andes y del Colegio de Estudios Superiores en Administración, CESA. 

La violencia en Colombia tiene muchos determinantes históricos, económicos, sociales y políticos, que si no se resuelven estructuralmente seguirán siendo obstáculos para gozar de una comunidad que pueda resolver sus diferencias de manera civilizada. Uno de ellos, que influye persistentemente en la aparición y mutación de bandas criminales de todas las ideologías, es el cultivo y tráfico de sustancias psicoactivas.

Así lo ha sido y lo seguirá siendo mientras no se resuelva el problema de fondo. El camino escogido por las autoridades colombianas, desde hace cuatro décadas, es la implementación a rajatabla de la política antidrogas estadounidense, basada en la militarización y criminalización. El lío con esta vía, es que va en dirección contraria de la antropología, la evidencia empírica y las tendencias actuales. En primer lugar, el consumo de sustancias psicoactivas aparece asociado al conocimiento que permitió la selección de semillas, hierbas y frutas para las extenuantes faenas de caza y recolección hace decenas de miles de años, las cuales se adaptaron y domesticaron con la agricultura y siguieron usándose en los festines y rituales de las tribus más antiguas y hasta nuestros días.

Un estudio de Pinto Núñez para Uninorte en 1998, da cuenta de que el emperador chino Shen Nung, ya conocía de los beneficios y riesgos de la marihuana hace 5000 años y que el imperio Árabe llevó a Europa el conocimiento sobre sus efectos farmacológicos. También, los nativos americanos tienen una larga historia de cultivo de coca, de guerras en el imperio Inca por la posesión de cultivos y la posterior aparición de la primera pandemia de adicción a la cocaína en Estados Unidos hacia 1885, la cual no ha podido ser derrotada.

En segundo lugar, diversas sociedades han intentado establecer controles y leyes contra el uso de psicotrópicos. Una de las más conocidas fue la Ley Volstead en Estados Unidos, que surgió de un movimiento de extremistas protestantes conocido como Templanza, que promovía la moderación de la bebida y la comida y consideraba el alcohol como causa de la pobreza de las masas. El prohibicionismo de la década de 1920 fue un fracaso reconocido históricamente, pues pretendió imponer un control a la
oferta a un bien con una alta demanda. La consecuencia fue el incremento del crimen organizado, con un aumento de más de 500 % en el número de reclusos durante una década.

La prohibición produjo una subida del precio, por lo que a más riesgo generó más rentabilidad, haciendo muy atractivo violar la ley. En efecto, propició el incremento de los asesinatos y la corrupción, y llegó al borde del quiebre institucional por “una falta de respeto generalizada por todas las leyes”, según Harry Levine en un estudio realizado para la City University of New York en 1985. Asimismo, la pérdida de recursos públicos llevó a una polarización que aumentó el radicalismo casi hasta la anarquía. En 1932, el magnate John D. Rockefeller, reconocido abstemio, pidió revocar la Ley porque eran “más los males que se han desarrollado y florecido desde su adopción”. En 1933 la ley fue modificada para permitir el cobro de impuestos a las bebidas, dando lugar al surgimiento de una próspera industria de alcohol en ese país.

 

La política antidrogas colombiana es una mera imposición de la política de militarización y criminalización creada en la década de 1970 por Estados Unidos. Las cifras oficiales muestran que no ha tenido ningún efecto en el consumo en ese país, pero sí un costo altísimo en la destrucción de su tejido social. Según el National Center for Health Statistics, entre 2002 y 2017 ha habido un aumento en el consumo de alcohol y drogas en prácticamente todas las sustancias, medido por edades, origen étnico y sexo.

Entre 2002 y 2018, 1’650.000 personas en promedio cada año fueron arrestadas por posesión de drogas, especialmente marihuana, de acuerdo con el FBI. Esto es tres veces más que en 1980, lo que -además- ha sido un factor del incremento de la desigualdad por la vía de la discriminación, pues el 80 % de los arrestados son población negra o latina, según datos de Betsy Pearl and Maritza Pérez.

Ante semejante fracaso en la política, pareciera que la legalización de la marihuana en nueve estados de ese país va en la dirección de dar un paso desde el prohibicionismo hacia el manejo como un asunto de salud pública. Como ocurrió tras la ley Volstead, los efectos positivos en la recaudación no se han hecho esperar. De acuerdo con Tax Policy Center, tan solo en 2018 los nueve estados recaudaron más de US$1.250 millones en impuestos estatales, unos $4,7 billones a la tasa actual. Otros 18 estados ya están caminando hacia la legalización. Canadá recaudó US$139 millones en impuestos en los primeros cinco meses de legalización y en Uruguay ya hay 20 empresas que generan 3.000 empleos directos.

En Colombia, el único camino probable para la reducción de la criminalidad asociada con las drogas y reorientar hacia sectores productivos parte del colosal presupuesto en
seguridad sería la legalización de la producción y el abordaje del consumo como asunto de salud pública, empezando por la marihuana. Debe ser un proceso dirigido por el Estado, que ponga fin a la política impuesta desde el Norte. Allá solo ha corrompido aún más la ya débil escala de valores de su sociedad y aquí propicia toda clase de violencias, para sostener un negocio ilegal que produce alta rentabilidad para unos pocos, pero que al campesino solo le trae pobreza y al consumidor degradación.

Publicada originalmente en El Espectador, septiembre de 2020.

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